Ya están rodando las primeras encuestas que intentan medir el impacto del caso Schoklender entre los votantes porteños. También están los espacios televisivos y radiales, así como los incesantes ríos de tinta. Presentado como un cataclismo, el caso le lleva una ventaja considerable a las consecuencias de la lluvia de cenizas volcánicas. Es que, en materia de noticias, la felonía paga mucho más que un volcán y, encima, tapa más cosas que las emisiones grises del Puyehue.

Pero no es ésta una columna dedicada al análisis de los medios periodísticos. Lo que aquí hay que poner de relieve es otra cuestión. O varias. Por ejemplo, las disensiones surgidas entre los integrantes de todo ese arco opositor que se proclama de centroizquierda, dieron como resultado que Hermes Binner y Margarita Stolbizer se anotaran en la justicia electoral por un lado y, por el otro, quedaran Proyecto Sur, Libres del Sur, Unidad Popular y el MST. Se trata de un tema importante ya que no caben dudas acerca de la trascendencia que tendría en las próximas elecciones el desempeño de un frente con estas características. Y esto es así no tanto porque pudiera ganar en los comicios sino porque la consolidación de esta perspectiva contribuiría a que sus promotores adquiriesen una certeza que hoy les falta: representar efectivamente a una porción actuante de la ciudadanía antes que a pequeñas capillas electorales.

Lo de la Unión Cívica Radical, en cambio, es más dramático. No es preciso echar mano de las encuestas para saber que la sociedad entre Ricardo Alfonsín y De Narváez está casi en las antípodas del legado histórico del radicalismo. Ahí sí que hay una franja activa de la ciudadanía que, con altibajos, respondió siempre con su voto al llamado tradicional de su partido. Pero esta vez todo luce inexplicable. El desconcierto fluye más rápido que las expectativas por esa sociedad política. Si con el respeto que se merece se le hace la pregunta al votante radical, la respuesta demorará más de la cuenta: no sabe a qué atribuir esta alianza entre el hijo de Alfonsín y este empresario de –cómo decirlo para ser objetivo- rara filiación partidaria. Porque así es como lo definen: es raro. Ni qué decir a la hora de conocer los pareceres acerca de González Fraga, el sorpresivo aspirante a copiloto de Alfonsín. En este punto, las bases radicales no ganan ni para pagar disgustos.

Lo de Mauricio Macri es más desafiante, pero para las ciencias sociales. Basta circular por cualquier barrio de la ciudad para comprobar que los enormes afiches propagandísticos pegados por doquier –ahí hay mucha pero mucha plata- conforme son instalados aparecen luego “retocados” por manos anónimas. Bigote del Fuhrer, cruces esvásticas sobre el pecho, leyendas procaces, etc. todo ello dibujado con marcadores y a las apuradas. Nadie podrá sostener que se trata de una acción concertada ni sesudamente planificada en algún campamento electoral del oficialismo. La anodina figura sonriente de Mauricio Macri –a despecho de la millonada de pesos invertidos en esa propaganda- es el blanco de una repulsa sorda que, le pese a quien a quien le pese, circula a pie por las callecitas de Buenos Aires. ¿Quiénes pintan los carteles de Macri? ¿Tienen partido? ¿A qué sector social pertenecen? ¿Son medibles? Misterio. Silencio.

Hay poco registro de estas cuestiones. O parece haberlo porque, a estar por las preocupaciones editoriales de los últimos tiempos, no se trataría de temas que hacen al análisis de las tendencias electorales. En su lugar, en cambio, la felonía le disputa espacio a Hebe de Bonafini aunque siempre, de un modo u otro, el manto de sospecha se haga recaer sobre ella y, desde luego, se convierta finalmente en un índice acusador contra el gobierno. O sea, Hebe ya no sería Hebe sino Ebeh, la contracara diabólica urdida desde la impostura de una política oficial sobre los derechos humanos que, al cabo, vendría a mostrar sin vueltas su única y verdadera faz: la corrupta. Ebeh, entonces, como una Frankestein kirchnerista que, librada a su suerte, repetirá el drama novelesco de liquidar a su inventor.

Este es el supuesto filón que ha descubierto el poder real. Todas sus máquinas excavadoras, las potentes tuneleras destinadas a horadar los nuevos caminos para un tren subterráneo que nunca llega, ahora son metódicamente aplicadas a socavar el consenso que, de modo inexorable, posibilitará la llegada del tercer gobierno kirchnerista.

Sin embargo, en lo más profundo de esta sociedad, hay cambios que vienen produciéndose y que aún carecen de nombre propio. Tal vez por eso, los sensores del poder no alcancen a detectarlos y persistan en estas operaciones que combinan ocultamiento de las fragilidades propias con exacerbación de las ajenas. Es increíble por venir de quienes vienen –tan habituados al tuteo con la eficacia de sus recursos- pero donde ellos creen ver una Frankestein hay un pueblo que cabalga a lomo de su memoria.-

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